Lo
que más se escucha al comienzo de cada nuevo año son los deseos de paz y
felicidad. Si miramos de manera realista la situación actual del mundo,
e incluso de los diferentes países, incluido el nuestro, lo que más
falta es precisamente la paz. Pero es tan preciosa que siempre se desea.
Y tenemos que empeñarnos un montón (casi iba a decir… hay que luchar,
lo que sería contradictorio) para conseguir ese mínimo de paz que hace
la vida más apetecible: la paz interior, la paz en la familia, la paz en
las relaciones laborales, la paz en el juego político y la paz entre
los pueblos. ¡Y cómo se necesita!
Además de los ataques terroristas, hay
en el mundo 40 focos de guerras o conflictos generalmente devastadores.
Son muchas y hasta misteriosas las causas que destruyen la paz e
impiden su construcción. Me limito a la primera: la profunda desigualdad
social mundial. Thomas Piketty ha escrito un libro entero sobre La
economía de las desigualdades (Anagrama, 2015). El simple hecho de que
alrededor del 1% de multibillonarios controlen gran parte de los
ingresos de los pueblos, y en Brasil, según el experto en el campo
Marcio Pochman, cinco mil familias detenten el 46% del PIB nacional
muestra el nivel de desigualdad. Piketty reconoce que «la cuestión de la
desigualdad de los ingresos del trabajo se ha convertido en el tema
central de la desigualdad contemporánea, si no de todos los tiempos».
Ingresos altísimos para unos pocos y pobreza infame para las grandes
mayorías.
No olvidemos que la desigualdad es una categoría
analítico-descriptiva. Es fría, ya que no deja escuchar el grito del
sufrimiento que esconde. Ética y políticamente se traduce por injusticia
social. Y teológicamente, en pecado social y estructural que afecta al
plan del Creador que creó a todos los seres humanos a su imagen y
semejanza, con la misma dignidad y los mismos derechos a los bienes de
la vida. Esta justicia original (pacto social y creacional) se rompió a
lo largo de la historia y nos legó la injusticia atroz que tenemos
actualmente, pues afecta a aquellos que no pueden defenderse por sí
mismos.
Una de las partes más contundentes de la encíclica del Papa Francisco
sobre el Cuidado de la Casa Común está dedicada a “la desigualdad
planetaria” (nn.48-52) Vale la pena citar sus palabras:
«Los excluidos son la mayor parte del planeta, miles de millones de
personas. Hoy están presentes en los debates políticos y económicos
internacionales, pero frecuentemente parece que sus problemas se
plantean como un apéndice, como una cuestión que se añade casi por
obligación o de manera periférica, si es que no se los considera un mero
daño colateral. De hecho, a la hora de la actuación concreta, quedan
frecuentemente en el último lugar… deberían integrar la justicia en las
discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el grito de la Tierra
como el grito de los pobres» (n.49).
En esto radica la principal causa de la destrucción de las
condiciones para la paz entre los seres humanos o con la Madre Tierra:
tratamos injustamente a nuestros semejantes; no alimentamos ningún
sentido de equidad o de solidaridad con los que menos tienen y pasan
todo tipo de necesidades, condenados a morir prematuramente. La
encíclica va al punto neurálgico al decir: «Necesitamos fortalecer la
conciencia de que somos una sola familia humana. No hay fronteras ni
barreras políticas o sociales que nos permitan aislarnos, y por eso
mismo tampoco hay espacio para la globalización de la indiferencia»
(n.52).
La indiferencia es la ausencia de amor, es expresión de cinismo y de
falta de inteligencia cordial y sensible. Retomo siempre esta última en
mis reflexiones, porque sin ella no nos animamos a tender la mano al
otro para cuidar de la Tierra, que también está sujeta a una gravísima
injusticia ecológica: le hacemos la guerra en todos los frentes hasta el
punto de que ha entrado en un proceso de caos con el calentamiento
global y los efectos extremos que provoca.
En resumen, o vamos a ser personal, social y ecológicamente justos o nunca gozaremos de paz serena.
A mi modo de ver, la mejor definición de paz la dio la Carta de la
Tierra al afirmar: «la paz es la plenitud que resulta de las relaciones
correctas con uno mismo, con otras personas, otras culturas, otras
formas de vida, con la Tierra y con el Todo del cual formamos parte»
(n.16, f). Aquí está claro que la paz no es algo que existe por sí
mismo. Es el resultado de relaciones correctas con las diferentes
realidades que nos rodean. Sin estas relaciones correctas (esto es la
justicia) nunca disfrutaremos de la paz.
Para mí es evidente que en el marco actual de una sociedad
productivista, consumista, competitiva y nada cooperativa, indiferente y
egoísta, mundialmente globalizada, no puede haber paz. A lo sumo algo
de pacificación. Tenemos que crear políticamente otro tipo de sociedad
que se base en las relaciones justas entre todos, con la naturaleza, con
la Madre Tierra y con el Todo (el misterio del mundo) al que
pertenecemos. Entonces florecerá la paz que la tradición ética ha
definido como «la obra de la justicia» (opus justiciae, pax).
* Leonardo Boff es teólogo y columnista del el JB on line.
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