Julio César Rioja, cmf
Queridos hermanos:
.Hemos celebrado en
esta semana, la fiesta de Todos los Santos y de los Difuntos, algunos se han
empeñado, en sacar a la luz la polémica de la incineración y las cenizas de los
que han muerto. Inoportunos, tanto la Congregación de la Doctrina de la Fe,
como los comentarios, sobre todo, en este Año de la Misericordia que termina y
es preciso poner más la atención en los vivos, que en los muertos, nos lo dice
la última frase del Evangelio de hoy: “No es Dios de muertos, sino de vivos;
porque para él todos están vivos”.
Los saduceos negaban la resurrección, que hoy
sigue siendo la piedra de toque de nuestra fe cristiana, es un hecho que muchos
de los bautizados, no son capaces de dar el paso a lo que hay después de la
muerte. Incluso otros, por aquella filosofía de la separación entre el cuerpo y
el alma, siguen pensando que aquí se queda el cuerpo, como es evidente, y el
alma es la que resucita o sube al cielo. No es fácil el tema, la vida después
de la muerte es de otra manera, una nueva creación, que en ocasiones, lleva a
los propios discípulos a no reconocer ni al propio Jesús resucitado, creían ver
un fantasma.
Por eso, le proponen en el texto una situación
tan absurda, la de mujer casada con siete hermanos, cumpliendo la ley de
Moisés: “Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque
los siete han estado casados con ella”, podría darse, pero el objetivo es
ridiculizar la creencia en la resurrección. Lo mismo le ocurrió a San Pablo en
el areópago de Atenas, cuando se puso a hablar de la vida futura, se
rieron y respondieron: “de eso ya te oiremos hablar mañana”. En un mundo tan
pragmático, la vida terrena parece ser lo único que importa y en ocasiones ni
ésta, sólo nuestra propia vida.
Lo que Jesús deja claro, es que nuestro Dios, es
el Dios de la vida y por eso, para los que mueren, su destino no es la muerte,
sino la vida. Con la muerte no acaba la vida, esta sigue adelante: “Y son hijos
de Dios, porque son hijos de la resurrección”. No sabemos muy bien cómo será
esto, la otra vida es inimaginable, distinta de la de aquí abajo. Casi todo lo
que se refiere a Dios, sobrepasa nuestra inteligencia y esto nos da la
posibilidad de creer o no creer, de transcenderse, de pensar que nuestra
vida siempre está en sus manos y que sus promesas se cumplen.
En la muerte perdemos y ganamos, es como el día
que venimos al mundo, un nuevo nacimiento: (se puede contar la historia
aquella, de lo que pensaba el niño antes de nacer: con lo bien que estoy aquí
calentito y comiendo bien, ¿quién me acogerá y se ocupará de mi cuando nazca,
quién me abrazará y me dará cariño?) y al nacer siempre tenemos una madre y
padre que nos cuidan, es el mismo respeto y las mismas preguntas, que tenemos
ante la muerte y esperamos que un Padre-Madre nos acoja y nos abrace.
El argumento final que hace Jesús, está tomado
de la Palabra de Dios, que leían los saduceos: “Y que los muertos resucitan, lo
indicó Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: Dios de
Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. Si estuvieran muertos definitivamente,
esta invocación bíblica no tendría sentido, nuestro Dios tiene nombres de
personas concretas, es la fe que alienta en la primera lectura de los Macabeos,
a los siete hermanos: “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se
tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no
resucitarás para la vida”.
Si morir, como decía Karl Rahner, es dejar un
hueco para los que vienen detrás y es el último acto de amor que podemos hacer
en este mundo, esperar en la resurrección, es un acto de esperanza que
proclamamos en cada eucaristía, en la que celebramos la muerte y la
resurrección de Jesús. Si Dios es el Dios de la vida, estamos convocados a
vivir y a dejar vivir, a crear vida, que nadie se encierre en la muerte, los
cristianos confesamos que la vida no termina, se transforma.
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