martes, 8 de octubre de 2019

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El Reino -reinado- de Dios late ya en la historia

04 de Octubre de 2019
[Por: Rosa Ramos]


Jesús responde a la pregunta de los fariseos: 
El Reino de Dios viene sin dejarse notar. 
Y no dirán: ´miren aquí o allá´, 
porque el Reino de Dios ya está entre ustedes” 
(Lucas 17, 20-21)

Hace unos meses, en La Rioja, Argentina, viví junto a tanta gente una experiencia de Dios muy fuerte, decía entonces: “hemos tomado Gracia en abundancia”. Pues Dios en su generosidad, me regaló otra experiencia sublime -diría- desde la que atisbar su Presencia. 

Sí, atisbar su Presencia viva y ser inmerecidamente testigo de su modo de reinar (tan diferente a los reinos de este mundo) germinando ya aquí, en el reverso de la historia. Para nuestra cultura -igual que para los fariseos- es difícil dar crédito a esa empecinada lógica del amor y la gratuidad de Dios, pero una vez visto y oído, no podemos más que testificar y, junto a Jesús, alabar al Padre porque se oculta a los poderosos y se revela a los pequeños. (Lc 10, 21) 

Esta vez fue en Brasil, el de las quemas de la Amazonia, de las medidas arbitrarias y despóticas de su presidente Bolsonaro, en ese país que fue el último en abolir la esclavitud dejando perpetuada una herencia de división social y económica muy marcada… En ese Brasil que, simultáneamente, sabe reír y danzar, disfrutar de un sincretismo cultural y religioso, así como también sabe enfrentar creativamente las enormes dificultades.

En Salvador de Bahía tuvo lugar una reunión del Equipo de Formación y Espiritualidad de Caritas Latinoamericana. En nuestro programa de trabajo figuraba para el jueves 19/9 esta propuesta: Eucaristía y cena con moradores da rua en la Iglesia de la Trinidad”.  

No sabíamos con qué nos encontraríamos, recién en el trayecto nos contaron algo acerca de la comunidad de Enrique el Peregrino. La iglesia que fuera dedicada a la Trinidad, estuvo  cerrada y abandonada durante años, vaya a saber por qué circunstancias; a pedido de Enrique, el obispo cedió el templo para esta experiencia comunitaria que acoge actualmente a unas cuarenta personas sin hogar y llevaban años en situación de calle

La sorpresa fue muy grande, al llegar quedamos sobrecogidos, hasta inhibidos, sin saber si recorrer o no el templo nos sentamos en la penumbra acostumbrando la vista. Del asombro pasamos a la admiración, algunos a las lágrimas, otros al silencio interior para acoger -como María- en el corazón el regalo inesperado e inaudito de aquella experiencia tan conmovedora. 

Encontramos un enorme templo de dos plantas al que llegamos por una gran escalinata, con altar central y columnas laterales, paredes que alguna vez tuvieron color se veían llenas de grietas, algunas restauradas daban la apariencia de ramas de árboles o un mapa del sistema nervioso. La escasa luz venía de los laterales y de las velas. Se veía a lo lejos un retablo que habría sido hermoso -no está abandonado, sino intervenido con nueva decoración y un hermoso sagrario de madera-, en el centro de la nave, pero en perpendicular al retablo, un gran tablón -el nuevo altar- de 5 o 6 metros con los asientos alrededor, donde nos ubicamos. 

Veíamos movimiento, un ir y venir de lo que habría sido la sacristía, con tazas de té en las manos. Así, taza de té en mano, apareció Enrique y vino a saludarnos. 

Un hombre extremadamente delgado, con barba y pelo largo recogido en una cola, vestido de pantalón y casaca blanca con un abrigo liviano en tonos de celeste sobre los hombros. Su rostro irradiaba una bondad y una paz extraña, su voz era muy suave y el volumen muy bajo. Antes de iniciar la explicación general y la celebración se sentó en el suelo para hablar en francés a quienes venían de Europa y entendían poco el portugués.  

Entretanto algunos nos fuimos  animando a recorrer en respetuoso silencio aquel recinto. La mirada contemplativa se iba acostumbrando a la novedadviendo brotar ante los ojos una semilla sagrada, tan maravillados como el campesino de la parábola de Mc. 4, 26.

Detrás de las columnas nos sorprendimos al ver muebles, pequeñas bibliotecas, alguna vitrina con objetos artesanales y camas. ¡Sí, camas tendidas!, y muchos colchones enrollados, también ropa tendida a modo de mamparas se veía en el segundo piso, que seguramente en otros tiempos ocupaban el coro y el público selecto. No faltaban pinturas en las paredes, sin marco, del mismo pintor o estilo: todas las escenas evangélicas protagonizadas por negros.

El templo de la Trinidad, lugar de oración y celebración eucarística, también es la gran habitación-morada de aquellos que antes sobrevivían en las calles de la ciudad. Esa era la originalidad de esta experiencia. 

El peregrino –como se llama a sí mismo Enrique- por su espiritualidad de caminante y buscador de Dios en los más frágiles y excluidos, llegó de Francia permutando el servicio militar por un servicio solidario en el tercer mundo, vivió por años en distintos países, siempre en camino, hasta que se afincó en las calles de Salvador, y al cabo de once años, desde hace cuatro, en esta iglesia que le fuera dada para establecer su comunidad con los moradores de las ruas. 

Enrique es laico, con una fuerte espiritualidad de peregrino y de eremita a la vez. Enamorado del misterio de Amor Trinitario acogió como un gran signo que le fuera dada precisamente esa iglesia. Allí varones y mujeres, de distintas edades y estados de salud, comparten la vida, la fe y los trabajos –cultivan una huerta para el consumo propio, tienen una revista, hacen manualidades para vender-. Comparten la alegría de ser amados-sanados y de ser una gran familia en ese hogar, e irradiaban una extraña paz que, paradójicamente, perturba.

Acerca del origen, funcionamiento, apoyos actuales, vida cotidiana de la comunidad y mucho más, nos habló Enrique antes de comenzar la Eucaristía en portugués con su voz pausada, tono humilde y confesional. Poco antes entre varios trajeron una gran olla de sopa hirviendo, allí quedaría presidiendo un extremo del tablón-altar, para ser consumida después por todos (estaba exquisita y extrañamente caliente luego de una larga hora de celebración). Una sopa con todas las verduras, que ofrecen cada jueves a quienes quieran participar y compartir.

La Eucaristía comenzó concelebrada por todos, animada por Enrique -desde un lateral sentado sobre sus piernas- y un coro con tambores; no se veía ningún sacerdote en el otro extremo, donde sí estaban la patena y el cáliz. Ese largo tablón que hacía de altar era muy bajo, de madera virgen, sin mantel, salvo donde sería la consagración; sí tenía flores, velas e imágenes -por separado las tres figuras de la Trinidad de Rublev-. Las luces seguían siendo escasas, lo cual daba al ambiente un clima de intimidad y sencillez verdaderamente sacra.

No hubo primera lectura, cantamos como salmo las Bienaventuranzas, luego el aleluya. El Evangelio fue proclamado por una mujer, escoltada por otra con un bebé en brazos y un varón que sostenía un cirio, todos jóvenes. A su tiempo salió del público uno de los sacerdotes presentes, se puso la estola y se colocó en un banquito muy bajo frente al pan y vino a consagrar. Después de la comunión volvió a su lugar y desde allí dio la bendición al final.

¿Cómo no sentir que estaba asistiendo a una cena muy semejante a las comidas de Jesús con sus amigos, esas comidas revolucionarias, uno de los motivos por los que lo mataron? Desde el espacio físico, pasando por los rituales importantes pero no encorsetados, por los cantos y la unción auténtica, hasta los rostros de los participantes, sobre todo eso.

¿Cómo no ver en aquellos rostros a las Magdalenas, los Juanes, los Santiagos... y tantos seguidores de Jesús, salvados y deslumbrados por el reino de Dios que les anunciaba? Los felices sanados conservaban las heridas dibujadas en sus cuerpos, como se veían reparadas las grietas en las paredes; daban visible testimonio tanto del duro pasado como de la realidad presente de salvación y vida abundante -eso que llamamos reino de Dios-. 

¿Cómo no oír nuevamente a Jesús afirmar que el Reino de Dios ya está entre nosotros? 

¿Cómo no creerle, si lo estábamos viendo allí mismo? Germinando en esa comunidad, en un rincón del mundo tan semejante a las aldeas donde él lo predicaba, a despecho de las grandes autoridades y decisiones en Jerusalén y en la capital del imperio de turno. El reino de Dios hoy como ayer late en el corazón de experiencias como estas, entre los pequeños, en lugares periféricos; su rasgo identitario es la transformación de la gente y las relaciones, desplegando vida, salud, posibilidades y comunión. A partir de una misma constante:  el amor.

Entrar al menos un momento en esas tierras sagradas -ver, oír, cantar, abrazar, comulgar y, tomar la misma sopa en los mismos platos de plástico- permite hacer experiencia del Dios de Jesús que reaviva nuestra fe y nos convoca a ser testigos. 
Descargue el video adjunto. 

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