Primero
me gusta pensar en la viña. En ser viña para Dios. Que Él me tenga como su viña y en ella
cultivar su amor divino y su misericordia, y yo por vocación dar frutos buenos,
dulces y duraderos.
Donde crecí, no había una viña. Solo una gran parra, que nos daba una hermosa
sombra y unas ricas uvas, pero veía a mi abuelo curarla con cariño y dedicación
contra las plagas, y podándola para que diera buen fruto para el disfrute de la
familia y vecinos.
Así es
Dios, trabaja en el silencio, día y
noche desde que somos un brotecito diminuto hasta transformarnos en un hermoso
y perfumado racimo.
Todo lo
anterior es muy bonito y cierto pero en realidad ese racimo hermoso y perfumado se contamina de alguna forma y acuña
uno de los sentimientos más feos pero muy comunes, la envidia.
Según
la RAE la envidia es un: “sentimiento
de tristeza o enojo que experimenta la
persona que no tiene o desearía tener para sí sola algo que otra posee”.
Esa es
la lógica del mundo. Es lo que nos han enseñado como definición de
justicia. Para el mundo no es justo que
los últimos obreros ganen lo mismo que
los que llegaron primero, aunque el valor monetario haya sido el
acordado.
”Amigo no te hago ninguna injusticia” Así es el Dios de Jesús, así es el Dios de
la salvación, así es el Dios de «mis planes no son sus planes, mis caminos no
son sus caminos». Sus criterios de justicia no son los nuestros.
El actuar de Dios es contracultural,
por eso tan difícil de aplicar en el mundo capitalista en que vivimos.
En ese
relato vemos que todos los obreros pudieron llevar un jornal a casa, unos por
la justicia infinita y otros por la generosidad infinita de nuestro Dios.
Pero eso solo sucede en el Reino de Dios,
donde abunda el perdón, la misericordia y la bondad infinitas.
Y
también esta parábola nos hace tomar
conciencia que todo viene de Dios, por su amor por nosotros y su gratuidad. Es
amor de Padre Bueno.
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