[Por: Rosa Ramos]
A María vamos por Jesús, o no vamos en serio.
Myrian, María, después tantos títulos… y ella fue nada más, y nada menos, que la madre de Jesús. Los títulos marianos son títulos cristológicos y sabemos -o sería bueno saber- el origen tanto de esos títulos posteriores a la pascua, como de los derivados y atribuidos a María mucho tiempo después.
Jesús nació, como todos nosotros, de una mujer (Gal. 4, 4), sabemos asimismo que los llamados “evangelios de la infancia” (en Mateo y Lucas) son narraciones teológicas, no crónicas. Siglos después se escribieron los evangelios apócrifos y allí la imaginación levantó vuelo en torno a toda la vida de Jesús y en particular a su origen, antepasados e infancia. Ya estábamos bajo la influencia del platonismo que hizo el resto en relación a concepciones y todo tipo de devociones, que la jerarquía eclesial aceptó y promovió.
También es preciso tener en cuenta el papel de la necesidad humana de protección, amparo, ternura y misericordia, especialmente en momentos de intemperie y fragilidad. Si analizamos serenamente y sin defensas previas las imágenes, múltiples advocaciones y devociones a María, notamos la respuesta a esas necesidades.
Las advocaciones y piedad mariana, tan extendidas a lo largo de los siglos, contrarrestan, o en todo caso equilibran, las imágenes de un Dios todopoderoso, no pocas veces arbitrario, varón, barbado, anciano y distante; un Dios que le interesa su gloria y honor, poco amigable y sordo, al que hay que acceder a través de mediadores más sensibles. Esa imagen de Dios, que se consolidó con las más primitivas referencias del Antiguo Testamento, olvidando las de los profetas, en particular de Isaías, sin duda necesitaba la contraparte de una figura femenina y la proyectó en la madre de Jesús.
Nada de esto es novedad, es archiconocido, sin embargo, la liturgia y la catequesis siguen apegadas fórmulas anacrónicas y mensajes que siembran confusión, cuando no rechazo. De ahí que siga aceleradamente el éxodo-sangría de la Iglesia en occidente -ya sabemos lo que pasa en oriente-, con excepción de los fundamentalismos cerrados, que crecen a partir de afirmar “verdades eternas”, dogmas rígidos e indiscutibles. Ellos dan seguridad en tiempos de incertidumbre y se maridan tristemente con deseos de poder y manipulación de conciencias.
¿Cómo rescatar la humanidad de Jesús en un nuevo Adviento?, ¿cómo devolverle una madre, una familia, normal y humana? Por supuesto que, sin duda muy especial y amorosa, abierta al diálogo con Dios, al descubrimiento de su voluntad original: la realización plena, la felicidad humana, que es posible a través del amor, de la generosidad, la vida atenta y entregada.
Es en Jesús y a través de él, de sus parábolas, de sus actitudes, de sus signos a favor de la vida, que podemos vislumbrar algo de su madre, de sus padres, de su “crecimiento en estatura, sabiduría y gracia”, para utilizar la imagen lucana. Sin conocer a Jesús, al histórico, al nazareno, todo lo que digamos de María no es serio, no tiene asidero, es proyección humana de necesidades inmaduras. Es fruto también de una historia, de una cultura de cristiandad ya pasada, aunque haya resabios y sobre todo intereses por mantenerla.
El auténtico culto mariano debería ser el “hagan lo que él les diga” (lo que les ha enseñado a lo largo de su prédica y hasta su muerte en cruz). Imágenes, oraciones y devociones, santuarios, peregrinaciones, en fin, todo el culto mariano, al margen de la vida y praxis de Jesús, del predicador del reino de Dios, de su misericordia, es una evasión piadosa, a veces una idolatría.
Recientemente la Congregación para la Doctrina de la Fe tuvo que realizar precisiones respecto a cierto título que se quería atribuir a María, otras veces ha tenido que señalar el peligro de ciertos santuarios y devociones muy extendidas. Actualmente se intenta evitar ciertos “excesos” que en otros tiempos se toleraban y hasta promovían.
¿No nos basta con valorar a María como la mujer que fue madre de Jesús, plena revelación de Dios? Aquella mujer de la cual en verdad no tenemos datos, en una pequeñísima aldea, fue la primera educadora de Jesús. De modo que sí podemos llegar a saber o intuir algo acerca de ella, ¿cómo? en tanto contemplemos a su hijo, su sensibilidad, sus opciones, en tanto que escuchemos sus palabras y profundicemos en el significado de sus gestos proféticos y de cuidado. Con ellos quiso mostrarnos su experiencia de Dios Abba. Pero en tanto humano como nosotros, se formó en una familia, en unas coordenadas culturales de las que aprendió a la vez que supo distanciarse.
Entonces a María podemos llegar indirectamente por su hijo. Desde allí podemos trazar su perfil: tan mansa y humilde como libre y valiente; tan fiel a Dios como a la vida amenazada; amiga, hermana de todos y en especial de los más frágiles; exquisitamente compasiva…
Cuando Jesús habla con las mujeres, se deja tocar por ellas, yo veo a una madre libre. Cuando Jesús come con pecadores públicos, y no teme mancharse, yo veo un hogar judío un tanto contracultural: casa abierta a todos, no sólo a los puros. Cuando Jesús abraza a los niños y dice que hay que ser como ellos, veo una casa llena de niños de diversas edades compartiendo, riendo, jugando, aún en una aldea pobre y sometida a un imperio. Cuando Jesús se compadece de los enfermos, los toca, los escucha, los alienta y libera, puedo imaginar a una familia en la que todos eran incluidos, los ancianos, los que padecían dolencias físicas o heridas de la vida.
Pero sobre todo hay una escena que me lleva a descubrir o intuir el corazón de la madre de Jesús, la he contemplado en Ejercicios “como si presente me hallare”. Les comparto:
Cuando Jesús dejó Nazaret para convertirse en predicador del Padre y del Reino, su madre en su pequeña aldea seguía cocinando, lavando y haciendo labores junto a las otras mujeres. Pero estaba siempre atenta a las noticias que llegaban con los trabajadores y los peregrinos. Se llenaba de asombro y orgullo, decían que Jesús tocaba leprosos, que entraba a la casa de publicanos y fariseos, que comía con toda clase de gentes, que lo seguían los pobres y eran felices. Y… la más asombrosa noticia que circuló en todos los fogones: había salvado a una mujer de que la apedrearan. Como un fogonazo María recordó aquella noche, siendo niño su niño, tras oír sobre una lapidación en otro pueblo, le preguntó a ella y a José a por qué hacían eso, ellos se miraron y bajaron la cabeza, José se atrevió a decir en voz muy baja: “nadie está libre de pecado como para tirar la primera piedra”. Jesús no dejaba de mirarlos con ojos enormes hasta que salió corriendo y llorando. Esa noche su hijo tuvo pesadillas, gritaba: “no, no, no pueden hacer eso”. Intentando consolar a su hijo ella también lloraba aquella noche y su marido, un hombre justo, suspiraba sin poder dormir tampoco.
En este Adviento sigo recordando con ternura, sin asomo ni necesidad de idolatría, en esa buena mujer, madre y educadora de Jesús. No me hacen falta otros títulos.
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