El Papa Francisco fue un Papa incómodo, no sólo para muchos que
se sienten lejos de la iglesia sino también para aquellos que
formamos parte de ella.
Y lo fue no porque se alineara con determinada
corriente de pensamiento sino porque apuntó directamente al núcleo
mismo del ser cristiano invitándonos a ‘volver a Jesús’. Ese fue el verdadero lema de su pontificado: volver al seguimiento de
Jesús poniendo en juego aquello que somos, tenemos y hacemos.
Este
llamado a volver al centro de la fe no es sólo la raíz de su magisterio
doctrinal sino también de muchas actitudes y decisiones impactantes que
caracterizaron su ministerio. En un mundo que parece haber entrado en una profunda crisis de sentido
y nos preguntamos qué es lo irrenunciable para crecer realmente en
humanidad, Francisco nos recordó a quienes nos decimos cristianos
que para nosotros la fuente de esa humanidad se manifiesta sobre todo
en la manera de vivir de Jesús.
Su mensaje central, pagado con la vida, fue
el anuncio del Reino de Dios, entendido no sólo como algo futuro, sino
como una fuerza ya presente dentro de la realidad que vivimos toda ella
preñada de la cercanía de Dios.
Jesús nos invitó a acoger este Reino que
puja por abrirse camino aún en las situaciones más difíciles, a recibirlo con
gratitud y compromiso, y a entender que Dios no es otra cosa que amor
incondicional. A partir de esta profunda convicción el Papa nos instó a vivir
en cercanía, misericordia y solidaridad con todos los seres humanos así
como en el cuidado de los demás seres vivos y de la madre tierra porque la
vida del planeta y de la humanidad están profundamente interconectadas.
La relación tan cercana de Francisco con los empobrecidos, con quienes
que no cuentan para la sociedad, se alimenta precisamente de ese volver
al seguimiento de Jesús
Para él, como para el Nazareno, la única manera de reflejar el amor
universal de Dios es comenzar por los últimos, por aquellos a quienes la
sociedad margina.
Esto no sólo lo proclamó el papa en sus mensajes sino
que lo expresó en actitudes tales como el que su primera salida de Roma
fuera a Lampedusa, le lavara los pies a una mujer musulmana en jueves
santo, o decidiera enterrar en la basílica de San Pedro a un hombre de la
calle que había muerto en la columnata vaticana.
Eso sí, para Francisco, la
solidaridad con los pobres no era sólo brindar algunas ayudas sino
sobre todo reconocer la dignidad y fuerza interior de cada uno de ellos,
y apoyarlos en la lucha por sus derechos.
El Papa Francisco generó un respeto poco común entre sectores no
católicos porque nunca se presentó como el único poseedor de la
verdad. Él se sintió parte de una búsqueda colectiva, donde la Iglesia, lejos
de actuar con autosuficiencia, podía aprender de otras tradiciones, tanto
de creyentes como de no creyentes.
Francisco invitaba a compartir una
mesa común, en pie de igualdad con todos, sin excluir a ninguna persona o
grupo, independientemente de la situación económica, moral o religiosa
de cada uno.
Esta apertura, fue clave para ganarse la consideración más se sintieron amenazados por su actitud. La forma de actuar de Francisco llevó a que se lo calificara como un Papa
progresista. A mí no me parece adecuado etiquetarlo así. Porque, aunque
parezca contradictorio, para un cristiano, lo más radicalmente
revolucionario es ser conservador. ¿Por qué? Porque tomarse en serio el
amor incondicional de Dios, tal como lo vivió Jesús, es algo profundamente
transformador, subversivo.
Jesús no fue perseguido sólo por hacer el bien,
sino por la forma en que lo hizo: reconociendo en nombre de Dios la
dignidad a todas las personas, empezando por los últimos. A él lo
crucificaron como un insurrecto porque su misericordia con los excluidos y
pecadores cuestionaba las estructuras del poder político y religioso de su
tiempo.
Por mi parte quisiera que el próximo Papa, quienquiera que sea, a partir
de su historia y estilo propios, recogiera el desafío de Francisco de vivir
una iglesia sinodal, es decir una comunidad en la que caminemos juntos y
en donde la autoridad, a todo nivel, se ejerza en diálogo constante con el
conjunto de los creyentes.